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Relato erótico de como compartí a mi esposo con mi amiga en Vallarta

Viajé a Puerto Vallarta con mi esposo, Camila y Renata, mis mejores amigas. Un viaje de descanso, sin hijos, sin compromisos, solo playa, música, y alcohol. Eran amigas mías desde hace años —las de siempre—, y aunque mi esposo ya las conocía, nunca habíamos viajado así, los cuatro juntos.

La primera noche fue tranquila. Pero ya desde el segundo día, algo en el ambiente empezó a cambiar. La ropa era más corta, las miradas más largas. Las copas, más llenas.

Renata fue la primera en decir que se iba a dormir. Eran casi las dos de la mañana. Nos habíamos quedado los otros tres en la playa del hotel, escuchando música en el celular, riéndonos de cualquier cosa, sintiendo cómo el calor húmedo se mezclaba con el ron.

—¿Y si subimos a seguirla allá arriba? —dijo Camila, señalando las habitaciones—. Solo un ratito más.

Mi esposo me miró como pidiendo permiso. Yo me encogí de hombros.

—Órale —dije—, pero con música y algo frío.

Subimos los tres a nuestra habitación. Ella dejó sus sandalias en la entrada como si fuera su casa y se tiró boca abajo sobre la cama, todavía con el vestido mojado por la brisa marina. Nosotros nos quedamos en el balcón, viendo cómo se movía el mar con la luz del hotel. No hablábamos mucho. El ron hacía su trabajo.

Cuando volví a entrar, ella ya se había acomodado mejor, sentada contra la cabecera con una cerveza en la mano. Yo me acosté del lado contrario, y mi esposo se quedó de pie, cambiando la música desde el celular.

Y ahí estábamos. Los tres en la misma habitación, medio borrachos, medio calientes, pero fingiendo que solo era una noche más de amigos. Hasta que no lo fue.

Camila cruzó las piernas, dejando que el vestido se le subiera casi hasta la cintura. No traía ropa interior. Yo lo noté. Él también. Nadie dijo nada.

El silencio se volvió incómodo. O mejor dicho: eléctrico.

Entonces ella se levantó, como si nada, dijo que ya era muy tarde, que mejor se iba antes de quedarse dormida. Se despidió con un beso en la mejilla para mí… y otro igual para él pero muy cerca de sus labios.

La puerta se cerró. Y con ella, la contención que yo llevaba dos días cargando.

Mi esposo se quedó parado, con la mirada perdida en la puerta cerrada.

—¿Te gustó verla así? —le pregunté, aún acostada.

No respondió. No hacía falta.

Me senté en la cama, crucé las piernas, y lo miré.

—¿La estás deseando? ¿Estás imaginando cómo sería con ella?

Él respiró hondo. Yo sonreí.

—Pues ven. Yo también quiero verte. Pero quiero que lo hagas conmigo… como si fuera ella.
Se quedó mirándome. Su verga ya marcaba con fuerza el short delgado que apenas sostenía. No dijo nada. Solo se acercó, lento, como si supiera que algo había cambiado entre nosotros.

Me recosté en la cama y abrí las piernas despacio. No llevaba nada debajo de la bata de playa. Mis labios estaban hinchados, húmedos, y yo ya palpitaba con fuerza.

—Tócame —le dije—. Pero no como siempre. Tócame como si fuera ella. Como si no supieras lo que me gusta todavía. Como si fuera tu primera vez conmigo.

Él tragó saliva y se agachó entre mis piernas. Deslizó los dedos por mi interior, con una suavidad contenida, torpe al principio, y eso me excitó aún más. Sentí su lengua, húmeda, temblando contra mi clítoris. Cerré los ojos y me dejé llevar por la fantasía.

Me imaginé que era Camila quien me observaba. Que estaba sentada en la silla, mirando cómo él me comía. Que se mordía el labio, que no sabía si quedarse o irse… que se tocaba. Eso me hizo gemir más fuerte.

Mi esposo se levantó, me abrió las piernas con fuerza, y se colocó encima. Sentí su verga entrar en mí con un empuje firme, lleno de urgencia. Yo lo abracé, pero no le hablé con dulzura. Le hablé con deseo.

—¿Así lo harías con ella? ¿La cogerías así de duro? —le susurré, jadeando.

—No —me dijo, sin parar de embestirme—. A ella no le haría esto. Solo contigo.

Y con eso me corrí.

Al día siguiente

El sol de Vallarta entraba directo por las cortinas mal cerradas. La habitación olía a sexo, a ron, y a mar. Yo me bañaba sola, dejando que el agua tibia calmara el ardor dulce entre mis piernas, cuando escuché un golpe suave en la puerta.

Salí envuelta en la toalla. Mi esposo aún dormía. Abrí.

Camila.

—¿Interrumpo? —preguntó, con una sonrisa cómplice.

Yo sonreí.

—Para nada. Entra.

Traía café en la mano, pero lo dejó sobre la mesa. Se sentó en la cama sin pedir permiso y miró a mi esposo, dormido, desnudo, cubierto apenas por la sábana.

—¿Pasó lo que creo que pasó anoche?

Yo la miré de frente, sin pena.

—No. Pero casi.

Camila bajó la mirada. Por un segundo, pareció arrepentida de haber venido. Pero entonces me acerqué a ella, y le hablé al oído:

—Si te hubieras quedado… no estaríamos hablando ahora. Estaríamos repitiéndolo contigo.

Ella me miró, sorprendida. Y sonrió.

—Pues… ¿y si no me vuelvo a ir esta noche?

Toda la tarde fue un juego silencioso. Camila y yo compartimos miradas cargadas, roces suaves bajo el agua de la alberca, y silencios llenos de todo lo que no estábamos diciendo. Mi esposo apenas podía disimular su nerviosismo. Yo lo disfrutaba. Me gustaba verlo así, atrapado entre el deseo y la incertidumbre.

Esa noche no hubo pretextos. Ni tragos de más, ni música alta. Solo la puerta de nuestra habitación que se cerró detrás de Camila, que esta vez no se fue. Renata de nuevo se fue a su cuarto temprano. Camila traía un short blanco diminuto y una blusa que dejaba ver el contorno de sus pezones. No llevaba sostén.

—¿Segura? —me preguntó, bajando la voz.

—Sí —le respondí—. Pero esto pasa bajo mis reglas.

Ella asintió. Yo me giré hacia mi esposo.

—Si vas a tocarla, es porque yo te lo permito. Y si vas a cogerla… es porque yo quiero verte hacerlo.

Él no dijo una palabra. Estaba tan erecto que se notaba incluso debajo del pantalón ligero. Camila se acercó, lo miró, y deslizó los dedos por su abdomen.

—¿Puedo? —le dijo, viéndome a mí.

Yo asentí.

Ella le bajó el pantalón y dejó su verga libre, gruesa, palpitante. La tomó con una mano firme, como quien toma lo que ha deseado mucho tiempo. Yo me senté en la silla frente a la cama, las piernas cruzadas, sin tocarme aún.

Camila se arrodilló y comenzó a chuparlo con una lentitud hipnótica. Se lo metía hasta la garganta y luego lo lamía con la lengua extendida, como si lo saboreara. Yo sentía cómo se me humedecían las piernas sin mover un dedo.

—No te corras aún —le dije a él—. Esto apenas empieza.

Me acerqué por detrás de Camila, le levanté la blusa y le acaricié los pechos. Eran suaves, llenos, duros por la excitación. Bajé su short y dejé ver ese coño depilado, brillante ya de deseo. Mi esposo no podía dejar de mirarla.

—Ahora tócamela —le dije—. Quiero verte abrirla.

Él lo hizo. Con las manos grandes, le separó los labios y metió dos dedos en ella. Camila gemía con su boca todavía envuelta en su verga. Se veía desesperada.

—¿La quieres? —le pregunté a él.

—Sí… —me dijo, jadeando.

—Entonces acuéstate. Ella se va a montar encima. Pero no te corras hasta que yo te lo diga.

Camila lo hizo sin que se lo pidiera dos veces. Se sentó sobre él, y con un solo movimiento lo metió todo dentro de sí. Yo observaba. Observaba cómo se lo cogía, cómo lo cabalgaba con las uñas marcándole el pecho, cómo gemía mi nombre mientras se llenaba con la verga de mi esposo.

Era mi fantasía. Pero también era mi poder. Todo sucedía porque yo lo deseaba.

Y todavía no habíamos terminado.
de hambre y suavidad, hundiéndose y subiendo, dejando que su cuerpo lo tomara por completo. Mi esposo tenía las manos en sus caderas, guiándola, apretándola, gimiendo su nombre entre dientes. Y yo… yo lo miraba todo desde la silla, desnuda, las piernas abiertas, con los dedos apenas rozando mi clítoris, marcando el ritmo del vaivén.

—¿Te gusta cómo te coge? —le pregunté a él, la voz ronca de tanto contenerme.

Él asintió, la cara roja, tensa, como si estuviera a punto de explotar.

—No te corras aún —le recordé, firme—. Aún no.

Me levanté. Me acerqué. Camila no paraba, pero me miró con los ojos encendidos, el cuerpo temblando. Me subí en la cama, detrás de ella, y le rodeé el torso con mis brazos. Mis pechos se aplastaron contra su espalda mientras le tomaba los senos, suaves, empapados de sudor. Mi lengua le rozó la oreja.

—Estás tan mojada… —le susurré—. Me encanta verte así… encima de él… tan puta como yo quería.

Ella gimió más fuerte. Mi esposo la apretaba más. Se le escapaban jadeos con mi nombre, con el de ella, mezclando todo. Yo bajé mi mano entre sus piernas, mientras él la llenaba por dentro, y le acaricié el clítoris con movimientos pequeños, precisos. Camila se vino de golpe, con un gemido profundo, hundiéndose en él como si no quisiera salir jamás.

—Ahora sí —le dije a mi esposo—. Rómpela. Córrete dentro.

Y él obedeció. La tomó con fuerza, le clavó la verga hasta el fondo, y se vino con un gruñido, temblando bajo ella, bajo nosotras. Yo sentí cómo su cuerpo se rendía, cómo la tensión salía de él en espasmos de placer, cómo la cama temblaba con los cuerpos entrelazados.

Camila cayó hacia un lado, jadeando, los muslos aún abiertos, la respiración desbocada. Yo me recosté del otro lado, pasé mis dedos por la verga aún húmeda de mi esposo, y los llevé a mi boca.

—Mañana… me toca a mí montarte mientras ella mira —le dije, mirándolo a los ojos— Camila se retiró del cuarto con una sonrisa, pero antes me agradeció la confianza para integrarla a su fantasía, y me aseguró que nada cambiaría entre nosotras.

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