A veces, cuando salimos, nos gusta mirar. No hablamos mucho de eso en público, pero lo entendemos sin necesidad de decirlo. Nos fijamos en otras personas, en cómo se mueven, en cómo nos miran, y después, ya en casa, fantaseamos con lo que podría pasar si una de ellas se uniera a nosotros.
La idea de invitar a alguien más a la cama siempre nos ha calentado. Nos excita imaginarlo, hablarlo, y por alguna razón, casi siempre terminamos fantaseando con una amiga o amigo de nosotros.
No sé si fue casualidad o si ya todo venía cocinándose desde antes. Lo cierto es que cada vez que mi esposa salía con sus amigas y me contaba de lo que platicaban, yo terminaba caliente. A veces me decía sin filtros que hablaban de sexo, de cómo cogían sus maridos o de lo que les faltaba. Y como ella y yo tenemos una vida sexual bastante activa, yo no podía evitar pensar: seguro más de una se ha preguntado cómo se la meto.
Ella nunca ha tenido problema en contarme detalles. Hasta me ha dicho que una vez, una de ellas le preguntó si yo tenía el “pene grande”. Y ella, entre risas, le dijo que no era la más grande que ha tenido, pero si la más dura y gruesa.
La última vez que salimos todos juntos —algunos con pareja, otros sin— estaba Carla. Soltera, provocadora, y con una mirada que se iba directo a mi bulto. No disimulaba nada. Y mi esposa lo notó. Me lo dijo ahí mismo, en la mesa, mientras se tomaba un trago: “no voltees, pero Carla disimuladamente te ve la verga desde que llegamos.”
Y yo, lejos de incomodarme, me acomodé en la silla para que viera bien la parada que traía. No estaba fingiendo nada: entre el ambiente, las miradas, y la tensión, ya andaba bien duro.
Empezamos a bailar. Mi esposa se fue al baño y antes de irse, me dijo al oído: “Sigue bailando con ella, si quieres.” Era más que permiso. Era una orden disfrazada.
Carla se pegó de inmediato. Y yo no la alejé. Al contrario. Me acomodé para que sintiera la verga dura contra su cuerpo. Me miró, como si estuviera agradecida de que le confirmara lo que ya sabía.
Lo que no sabía ella era que mi esposa, desde atrás, nos estaba viendo. Se había tardado a propósito. La calentaba tanto como a mí.
Después de toda la tensión en el bar, cuando ya íbamos de regreso, Carla nos pidió que si la podíamos acercar a su casa. Mi esposa aceptó sin dudar. Íbamos los tres en el carro, riéndonos, como si nada hubiera pasado… pero todos sabíamos lo que se había cruzado por nuestras miradas.
En el camino, con el pretexto de orinar, me paré en un lugar oscuro, como cuando éramos adolescentes buscando un rincón para hacer travesuras. Me bajé, y apenas terminé, ahí estaba mi esposa, esperándome afuera. Me bajó el pantalón sin decir una palabra y empezó a chupármela ahí mismo, como si fuera lo más natural.
Luego fue al coche, abrió la puerta de atrás y le dijo a Carla que se bajara. Sin pensarlo, y sin pedir autorización de mi esposa, ella también se arrodilló frente a mí. Y sí, entre las dos me la mamaron, turnándose, viéndose entre ellas, como si lo hubieran hecho antes.
Después, nos metimos al carro. Me cogí a mi esposa en el asiento trasero mientras Carla miraba, se tocaba, jadeaba… y no logró contenerse. Se unió por un momento, rozándonos, dejándose llevar. Pero después de venirse, como que le entró un poco el pudor. Dijo que sí quería coger, pero que mejor en otro momento, en un lugar más cómodo.
Hasta ahora, esa oportunidad todavía no se ha dado. Carla y mi esposa siguen siendo amigas, tan amigas como siempre. Y aunque todo pasó sin necesidad de muchas palabras, mi esposa me dijo que es algo que no han comentado —y probablemente no comentarán— con el resto de sus amigas.





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