Al salir de la iglesia siempre había sido el mejor momento para hablar con mis padres, frecuentemente decían que sí a todo. Además, hacía ya dos semanas que había cumplido 18 años y, por lo tanto, no seguía siendo una niña.
Tres de mis compañeras de curso me habían invitado a comer (probablemente para que las invite a la recién inaugurada piscina de mi casa). Como no suelo tener amigas no había tenido que afrontar antes la situación de pedir permiso para salir. Hasta ese entonces al único lugar que iba era al colegio, a la iglesia y a danza.
Sí, quizá suene poco probable que una chica a esa edad no suela tener amigas ni salir a bailar, pero siempre fui muy tímida y las otras chicas nunca se preocuparon por hablarme. Disfrutaba de la soledad estudiando, viendo películas y leyendo libros. Además, para las relaciones sociales tenía a las redes sociales y, para los instintos básicos… Podría decirse que conocía la dirección de las páginas con el contenido adecuado.
Les dije a mis padres que Lina era la hija de un reconocido médico de la ciudad y que íbamos a comer en su casa con dos amigas más. Luego de responder un cuestionario de más de 10 minutos me dijeron que sí, pero debía dejarles por escrito el número de teléfono de su casa.
Mi papá me llevó, y no voy a negar que me sentía algo nerviosa al bajar del auto. No las conocía demasiado y no estaba acostumbrada a participar en estas «pijamadas», pero supuse antes de decirles que sí, que si tan seguido lo hacían es porque quizá podría ser divertido.
Me sorprendió que estuvieran solas, Lina me invitó a su habitación en donde estaban Isabella y Zoé, ambas enojadas con ella porque no tenía alcohol.
La idea de salir de la casa no me gustó demasiado pero no me quedó otra opción más que ir con ellas, porque tampoco quería quedarme sola en una casa que no era la mía. Dijeron que iríamos a conseguir alcohol y volveríamos. Eso de beber también me disgustaba, pero quería por una vez encajar y parecer una chica normal.
Mis ganas de hacer nuevas amigas acabaron cuando me di cuenta de que el almacén en donde íbamos a buscar alcohol estaba cerrado, y que la idea no era precisamente comprarlo.
—Tranquilízate, Eli. Hemos hecho esto muchas veces y prometo que te vas a divertir —me dijo Lina.
—Pero… ¡¿Y si nos encuentran?!
—Eso no va a pasar. Los dueños viven muy lejos y el local no tiene alarmas. No es la primera vez que entramos —respondió exhalando seguridad mientras me palmeaba por la espalda.
Hasta el día de hoy no sé si eso fue una mentira para que entre con ellas o si ella realmente no sabía que el negocio tenía una alarma silenciosa.
Zoé comenzó a trabajar en la cerradura mientras las demás mirábamos hacía todos lados procurando de que nadie nos vea en ese lugar. Cuando logró abrir la puerta entramos a las apuradas casi todas juntas y cerramos.
—Es hora de que nuestra nueva amiga nos compruebe su fidelidad —dijo Isabella mientras miraba a Lina y se reían—. Quizá no hayan retirado todo de la caja registradora.
Zoé se acercó a mí, me dio los alambres que usó para abrir la puerta y me dijo:
—Mételos en la cerradura, juega con ellos hasta que la caja se abra. Junta todo lo que veas adentro y luego vuelve a la puerta donde nos encontraremos. Nosotras vamos a buscar todo el alcohol que podamos cargar.
El almacén era algo grande. Tres estanterías formaban cuatro pasillos de entre diez y quince metros. Solo veíamos lo que alumbrábamos con los celulares, ya que las ventanas estaban cerradas y si prendíamos la luz podría alguien vernos e informarle al dueño. El alcohol se encontraba al fondo y la caja frente a la puerta.
Comencé a transpirar de los nervios. Pensé que si mis padres me veían ahí no me volverían a hablar en toda mi vida. Que si alguien sabría algo de esa noche mi vida se arruinaría por completo.
Cerré mis ojos, inhalé, exhalé y comencé a meter los alambres en la cerradura de la caja. Me sorprendió lo rápido que logré abrirla, tomé el dinero y escuché el motor de un vehículo que se acercaba.
—¡La policía! —gritó Zoé desde el fondo.
Una luz comenzaba a penetrar por las ventanas. Me congelé. El miedo estaba controlando mi cuerpo, no logré mover mis piernas. No supe qué hacer.
Un hombre muy enojado que tenía un uniforme de policía entró por la puerta, me apuntó con un arma y gritó:
—¡Las manos en donde pueda verlas!
Levanté mis manos y cerré los ojos. Los $1500 que había logrado sacar de la caja caían al suelo como en cámara lenta. Nunca había deseado tanto no estar en un lugar como en ese momento. Los latidos de mi corazón golpeaban mi pecho. Me consoló pensar que quizá lograría desmayarme.
—¿Hay alguien más con usted? —me preguntó el policía.
—Tres chicas más, están al final de las estanterías. Ellas me obligaron a venir. Yo no quería estar acá. Les juro que no tengo nada que ver.
Otro policía entró por detrás de él y se fue hasta el fondo del local apuntando con una linterna en una mano y el arma en la otra.
—Aquí no hay nadie —dijo el segundo policía.
Tal vez no pensaron que esto podría pasar o quizá yo no les importaba, pero las malditas nunca me dijeron que en el fondo existía otra puerta.
—Así que sus amigas la obligaron, eh. De media vuelta y ponga las manos en la espalda.
Me esposó y me empujó hasta el patrullero.
Durante todo el viaje les dije que yo no quería hacerlo, les volví a repetir que ellas me habían obligado. Pero no me creyeron. No me respondieron.
Cuando llegamos a la comisaría me pidieron mi documentación y me llevaron a una celda en donde me dejaron sola aproximadamente 20 minutos. Nunca tuve tanto miedo como en ese lapso de tiempo que parecía tan interminable como la eternidad.
Entró un policía a la celda y otro cerró la puerta desde afuera. Me vio sentada abrazando mis piernas en la esquina y me dijo:
—¿Qué piensas que dirá tu papá cuando lo llamemos y le digamos que venga a buscar a su nena a la comisaría porque estaba robando el dinero de un comercio?
No supe que contestar. Me quedé muda.
—Pero nosotros somos policías. Nuestro deber es proteger a los ciudadanos. Quizá podamos encontrar otras alternativas.
—¿A qué se refiere? —le pregunté.
—Me refiero a que las mocosas como tú, merecen un castigo más apropiado que el que les dan papi y mami. Por lo tanto, pasarás la noche aquí, reflexionarás sobre lo que hiciste y mañana te llevaremos a tu casa. Tendrás que pensar que les dirás a tus padres.
—Le juro que yo no quise hacerlo, me obligaron.
—Si vuelves a mentirme me voy a encargar de que pases más de una noche dentro de estas rejas.
—Nunca más lo voy a volver a hacer. Me quedaré aquí esta noche si es necesario, pero le suplico que no le diga nada a mis padres para que esto no se vuelva a repetir.
—Yo no diré nada, tú tampoco, eso me parece un buen trato.
—No sé cómo agradecerle.
Las carcajadas del policía me aturdían.
—Ya veremos cómo agradeces.
El policía que estaba afuera abrió la puerta y él se fue.
Estaba mucho más tranquila después de esa conversación. Si bien no había logrado entender por qué el oficial se reía de esa forma, me calmaba saber que mis padres no se enterarían de esto. Pensé en que cuando llegara a mi casa diría que se había cortado la luz en la casa de Lina y mi celular se había quedado sin batería, por eso no pude llamar. Los convencería de que por mi seguridad me había quedado a dormir allí.
Mi tranquilidad desapareció cuando el mismo policía volvió a entrar a mi celda diciendo:
—¿Sabes lo que es el calabozo?
Parecía ser unos diez centímetros más alto que yo. Su aspecto físico era normal.
Aparentaba tener unos 37 años por algunas canas que logre ver en su pelo y en su corta barba. Su cara algo flaca y con algunas casi no notorias arrugas.
—Es el lugar en donde los que entran acá van a reflexionar —le respondió a mi silencio.
Me volvió a esposar y me llevó.
Pasamos un pasillo en donde había varias celdas, todas vacías. Bajamos por unas escaleras y caminamos por otro pasillo que terminaba en una puerta de metal oxidada que tenía un aspecto muy pesado. El segundo policía abrió la puerta y el que me llevaba me hizo entrar.
El lugar parecía frío y abandonado. No había ventanas, solo una pared de rejas al final que daba contra otro pasillo vacío. Las otras tres paredes no tenían ventanas ni rejillas. Había una mesa en un costado y una silla a un metro de ella.
El policía me llevó hasta la reja, me quitó las esposas y me hizo pasar las manos a través de las rejas para esposarme por fuera.
—Tenemos que asegurarnos de que no lleve ningún elemento punzante —dijo.
Se agachó detrás de mí y empezó a tocarme los tobillos, lentamente subió y volví a sentir mis palpitaciones cuando me toco entre las piernas. Luego se paró y comenzó a tocarme los pechos, acercó su cuerpo al mío y sentí algo muy duro en mi cola. En ese momento quise pensar que era su pistola.
Me quitó las esposas. Me dijo que luego seguiríamos hablando y volvió a irse.
En el momento en que me quedé sola sentí cosas extrañas. Pensé en el cuerpo del oficial empujándome contra las rejas mientras tocaba mis pechos, me sentí sucia por desear que me empujara más, que me tirara del cabello o que me apretara con fuerza las nalgas quizá.
Recordé una de las películas que veía a solas cuando mis padres dormían, en la cual una mujer había robado un banco y luego de encarcelarla los policías se divertían. Logré mojarme con el simple recuerdo del orgasmo que había tenido aquella vez, mientras me tocaba y veía como los uniformados descargaban su furia con sus viriles miembros sobre aquella mujer.
¿Qué estaba pasando? No lo podía entender. ¿Acaso deseaba que esos policías me hicieran lo mismo a mí? Sí, y a la vez no.
Por una parte, me excitaba la idea, pero por otra parte me hacía sentir sucia. ¿Qué pensaría mi familia de mi si pudiesen ver mis deseos? ¿Qué dirían las señoras de la iglesia al ver que mi cuerpo gritaba por entregarse a aquellos fragantes hombres y sentir de una buena vez el placer de llenar todos mis vacíos?
Aquellas preguntas habían moldeado mi vida, mis rutinas y mis metas. Esas estúpidas preguntas hicieron que siempre suplantara mi verdadera voz interior por una falsa, que siempre disimule mis deseos de una perra en celo y que finja ser una joven inmaculada.
Había pasado más o menos una hora, calculé que debía ser las 3 de la mañana y de repente oí pasos que se acercaban.
La puerta se abrió y volvió a entrar el mismo policía, se apartó a un costado y entraron cinco uniformados más, como si hubiesen ensayado el ingreso para una exposición. La puerta se cerró. El policía miró a los demás y asintió con su rostro, inmediatamente los cinco vinieron hacia mí. Me tomaron de los brazos y me llevaron hasta la mesa donde me empujaron y me hicieron recostar boca abajo con mi cara sobre ella. Tiraron mis brazos hacia atrás y los esposaron sobre mi espalda, luego ataron mis pies contra las patas de la mesa. El policía que les había dado la orden se sentó en la única silla que había, otro me tomo de los pelos y me hizo levantar la cara, estaba sentado frente a mí y riendo me dijo:
—Ahora vas a reflexionar, Elizabeth.
Mis piernas abiertas formaban una A mayúscula sin barra, atadas cada una hacia un costado. Mi cuerpo hacía un ángulo de noventa grados en donde mi cola era el voluminoso vértice. Intenté moverme, pero era imposible.
Otro de los policías se paró adelante con una fusta de cuero en las manos. El miedo y la intriga me poseyeron cuando se fue detrás de mí y ya no lo pude ver.
El primer golpe directo en mi cola me hizo gritar, en el segundo, el sonido que emití pareció más a un gemido. No sabía en qué terminaría todo aquello y los policías no paraban de reír.
En un momento, no sé cuántos golpes ya me había dado, se detuvo y alguien comenzaba a desatar mis pies mientras otros me sostenían las piernas. Sentí que una mano me tocó la panza y comenzó a bajar, me desabrochó el pantalón y me lo quitó.
Me ataron otra vez y comenzaron los latigazos de nuevo.
Me volvieron a tirar los pelos para levantar mi cara mientras la fusta ya no me golpeaba, sino que apenas se movía hacia arriba y abajo entre medio de mis nalgas. El policía que estaba sentado frente a mí acercó su rostro y me dijo:
—Así es como nos aseguramos de que no vuelvas a tener ganas de robar.
—Pero yo no quise ir a robar, me obligaron —le contesté.
—Putita y mentirosa, eh —me dijo gesticulando una sonrisa. Luego me pegó una cachetada haciendo girar mi cara y me escupió— también te vamos a enseñar a no mentir.
—Lucas, ven —dijo y se acercó uno de los policías—. Este hombre es el que se encarga de las mentirosas, ¿por qué no le muestras tu fusta a esta putita, Lucas?
Se paró justo frente a mi cara y se bajó el pantalón, luego apoyó su miembro sobre la mesa. Nunca antes, ni en las películas más extremas, había visto un hombre sosteniendo semejante masculinidad en sus manos.
—Esta es la que usamos para las putas mentirosas —dijo y se volvió a poner el pantalón.
Tengo que admitir que después de ver ese miembro enorme a centímetros de mi cara no pude comprender lo que sentía. Estaba sola, atada, sin pantalones, en un calabozo con seis hombres y uno de ellos con una pija gigante. Tenía miedo, pero no de ellos, sino de mí. No entendía como podía estar tan excitada ante una situación así. Temía esta vez no poder disimularlo.
Uno de los que estaba atrás me vendó los ojos y me desató, pero no me quitó las esposas. Todo lo que llevaba puesto era mi tanga y una remera escotada que terminaba en mi ombligo. Me empujaron lejos de la mesa e hicieron una ronda a mi alrededor. Empezaron a empujarme unos hacia otros hasta que me marearon.
Traté de escapar del círculo, pero no podía ver nada y hacia donde iba me pegaban un empujón que me hacía retroceder. Uno me agarro de la remera y me llevó hacia él tan fuerte que me la arrancó. El corpiño también me lo quitaron de la misma manera, no podía ver ni tampoco cubrirme. En un momento me empujaron hacia adelante y, como el que estaba allí se corrió, caí rendida al piso.
Alguien me tomó de la cintura y me levantó haciéndome arrodillar, en ese momento me quitaron la venda y el policía de la verga enorme estaba delante de mí.
Empezó a acariciarme los pechos lentamente y de vez en cuando me pellizcaba o me mordía algún pezón. Sus manos ásperas me excitaban tocando mis suaves senos, temí que se diera cuenta, pero frenó, se paró y se bajó los pantalones.
Su miembro estaba en mi cara, miré hacia arriba y vi que tenía una sonrisa burlona. Sentí que no podía hacer nada y deseé que él hiciera algo.
Agarró su aún flácido condicionante de hombre y comenzó a golpearme con él en mi rostro, intenté fingir que quería alejarme, pero me sostenían de atrás, intentó metérmela en la boca, pero, aunque quisiera, no la abrí. Deseaba olvidar esas preguntas que me impedían disfrutar el momento hasta que uno de los policías me ayudó tapándome las fosas nasales con su mano. Aún no necesitaba respirar, pero entendí lo que querían lograr, así que cuando abrí la boca su enorme miembro entró tan adentro que algunas lágrimas me corrieron el delineado. Me agarraron la cabeza desde atrás, él flexionó sus piernas y moviéndose empezó a hacérmelo por la boca.
Lo intentó, pero estaba muy lejos de entrar por completo. Era tanto el espacio que ocupaba que cuando me la metía, la saliva se escapaba y caía por mis labios. Cuando me percaté ya había hecho un charquito en el piso.
A medida en que se endurecía se le marcaban las venas como si la entrenase, frotándose con mi lengua y golpeando mi garganta, haciendo de mi boca su gimnasio y preparándose para utilizar mi cuerpo como a él se le antojara, de la misma manera que lo hacía con mi cara, poniendo su mano bajo mi pequeña mandíbula como si le excitara sentir como se expandía mi piel al abrir mi boca cuando entraba.
Luego se acostó en el piso, abriendo sus piernas frente a mí y los demás me empujaron hacia él.
—Chúpala bien, o la haré entrar por tu culo —me dijo.
Abrí mi boca y me la metí, él me tomó de los pelos y me empujó, casi la mitad de su pija estaba en mi boca, sentí hasta como me abría la garganta. Luego me hacía subir y bajar la cabeza. Abrí los ojos y vi como esta vez caía mi saliva por el miembro del policía, había mojado hasta sus testículos. Me levantó la cabeza tanto que su miembro se salió de mi boca, me pego una cachetada en mi cara toda mojada y me dijo que sacara la lengua para pasarla a lo largo, luego salió y vino otro policía, al que también tuve que chupársela.
Con los demás fue más sencillo. No solo me las metí por completo en la boca, sino que cuando llegaba al fondo sacaba la lengua y alcanzaba a lamer sus testículos, haciéndolos gemir como hombres en un cabaret. No sé si a esa altura se habían dado cuenta o no, pero se las estaba succionando sin que me lo pidiesen o exigiesen. Bajaba a chupar sus huevos y las besaba con voluptuosidad, engañándome a mi misma con que ellos me obligaban, cuando claramente ya faltaba poco para que yo los obligase a hacérmelo si no comenzaban de una buena vez.
Luego de chupar tres pijas, me empujaron la cara contra el piso y me levantaron la cola. Una mano me bajó la tanga. Ya no me quedaba nada de ropa, solamente tenía puestas las medias.
—Ahora tendrás que hacer que esto se lubrique, por tu bien —dijo uno de los policías mientras me daba golpecitos suaves en la vagina.
Puso su lengua en mi pierna, lo que provocó un cosquilleo en mí, pero no podía moverme, me sostenían demasiado fuerte. La lengua comenzó a subir hasta llegar a mi vagina, intenté que no pasara, pero no pude controlarlo, me mojé entera. Su lengua hacía círculos en mi clítoris, su saliva comenzaba a caer por mis piernas, sentí lo húmeda que estaba y anhelaba que me metiese un dedo en ese momento.
—Ahora ven tú, Lucas —dijo uno de los policías.
Mis ojos se abrieron como nunca antes, el voluminoso miembro estaba golpeando mi cola, se la agarró y la movió alrededor de mi vagina por un rato. Intenté fingir que no quería, aunque sin éxito. La realidad es que deseaba como nada en el mundo que comenzara a penetrarme, y lo hizo. Su pija empezó a entrar lentamente en mí, no puedo explicar lo mojada que estaba en ese momento. Sentí que el policía me abría al medio. Me pego en la cola, me gritó «¡puta!» y la empujó para adentro. Comenzó a moverse lentamente y hasta que la sacó.
Tenía ganas de suplicarle a gritos que me la metiese de nuevo, realmente estuve a punto de hacerlo, pero opté por quedarme callada.
El policía se acostó en el piso y me hicieron sentarme sobre él para que me vuelva a penetrar. Agarró con fuerza mis nalgas y me levantó un poco para poder moverse él y así comenzó a darme muy duro mientras abría mí culo, dejando mi pequeño agujerito al descubierto y golpeándolo con sus testículos.
Esa verga enorme entraba y salía de mí una y otra vez. Estaba tan lubricada que parecía que me había pasado aceite antes de hacérmelo, y menos mal, porque si no hubiese sufrido más que gozado. Él me tomaba del cuello y apretándome me miraba a los ojos para que presionará contra él, le encantaba que me la metiera entera y que siga presionando como si sus huevos también quisieran entrar.
De repente alguien me había escupido en el culo y sentí que me metieron un dedo. Luego fueron dos dedos. Luego, tres.
Dos policías se bajaron los pantalones y se pararon delante de mí, me hacían chupar un rato una pija y luego la otra, me movían tirándome de los pelos y cada vez que me sacaban una de la boca para meterme la otra, me hacían sacar la lengua para golpearlas en ella.
Luego sentí otro cuerpo acercarse por atrás, sentí que me escupió en el ya dilatado agujerito de mi culo y comenzó a penetrarme por allí.
Admito que me dolió cuando entró, pero después no tanto, de hecho, comenzó a gustarme demasiado la doble penetración. Los policías que tenía adelante me hicieron comerles las dos juntas, me chorreaba la saliva por la boca y estaba mojando mis pechos. Cuando me percaté había cuatro hombres en mi cuerpo y dos más a los que estaba masturbando.
Los seis me estaban usando a su antojo. Me sentía un objeto y eso me excitaba aún más. Se cambiaban de lugar cuando querían, pero al final todos me habían dado por la cola, todos habían abierto mi vagina y todos me usaron la boca.
Esa noche hicieron todo lo que quisieron hacer. De vez en cuando me lo hacían lento, sacándola casi por completo y metiéndola lentamente hasta el fondo, apreciando todo el recorrido. Otras veces me daban duro, haciendo que suenen mis nalgas mientras me jalaban el pelo y me gritaban obscenidades extremadamente oportunas. Me la sacaban, me escupían la vagina y me la volvían a meter, o me la sacaban y me la metían por el culo.
Los seis miembros de los seis policías iban de un lado a otro en mi cuerpo. Entraban por todos lados sin pedir permiso. Me pegaban nalgadas, me insultaban, me daban duro. Me hacían chuparla, me la sacaban, escupían dentro de mi boca y me la volvían a meter hasta la garganta. Me hacían ahogar, me hacían gemir, me daban duro.
Estaba yo sola con seis tipos muy mayores que se divertían conmigo como si fuese su juguete, sus pijas grandes y mojadas me las pasaban por todos lados. Me hacían lamerles hasta los huevos, me apretaban las tetas y pasaban sus miembros por allí. ¿Ya dije que me daban duro? Es que me dieron duro toda la noche.
Después se pararon, me agarraron y me acostaron en la mesa, pero esta vez boca arriba. Mi cuerpo estaba expuesto sobre la mesa, mis brazos, mis piernas y mi cabeza colgaban como si estuviese dormida. Un policía me lo hacía por la boca y los otros se masturbaban. Algunos me tocaban los pechos, otros la vagina. Sentí la leche caliente de uno de ellos caer sobre mis tetas. De repente me empujaron al suelo, me agarraron de los pelos y me hicieron arrodillar. Uno de ellos me gritó que abra la boca, pero a propósito, simulando un capricho, no lo hice. Quería que me pegara y luego de que lo hizo la abrí. La pija enorme estaba otra vez delante de mí, el policía me dijo:
—Harás lo que yo te diga, si no, te meteré una pata de la mesa por el culo, ¿entiendes?
—Sí, señor —le contesté irónicamente entre risas como si estuviese borracha de placer.
—Me la agarrarás y me la escupirás. Luego, la pondrás en dirección a tu boca abierta y la masturbarás con los ojos cerrados. Cuando te llene la boca de semen no te lo vas a tragar ni lo vas a escupir, lo vas a mantener allí. ¿de acuerdo?
—Sí, señor —repetí asintiendo con la cabeza, con los ojos achinados y riéndome otra vez.
Y lo hice, hasta que sentí el cálido néctar blanco caer sobre mí. Me ensució toda la cara y eso que la mayor parte quedó en mi boca. Después se corrió y tuve que hacer lo mismo con los otros cuatro policías que aún no habían acabado.
Cuando terminaron estaba bañada en leche, la boca me rebalsaba y me obligaron a tragar todo junto. Lo hice, pero una parte salió de mi boca ensuciándome la barbilla y cayendo sobre mis tetas. Los policías se reían, jodían entre ellos mientras se vestían y luego se fueron.
Yo me quedé ahí, tirada en el piso.
Me habían hecho lo que quisieron. Fueron agresivos. No tuvieron nada de piedad conmigo (tampoco la quise).
Intenté contar la cantidad de orgasmos que había tenido en esa noche, pero no pude hacerlo. Mi cuerpo palpitaba de placer.
Me quedé sola, desnuda, llena de leche y con todos los agujeros abiertos e irritados. Estaba pegajosa por los fluidos, tenía los pelos desparramados y me reía como si hubiese tomado vodka toda la noche. No había más voces en mi cabeza juzgándome, las preguntas habían desaparecido. Por primera vez en mi vida podría decir que estaba plenamente complacida y con la tranquilidad de quien ha logrado hacer algo que siempre quiso, pero que jamás se atrevió.
Kalu Arba 2020.
Imagen únicamente de caracter ilustrativo para este relato erótico…





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