Relato erótico de una infidelidad entre «serpientes»

Daban casi las doce del mediodía, cuando el sol está justo sobre tu cabeza, el móvil vibrando en mi bolsillo llamaba la atención, estaba conduciendo, miré el retrovisor y viendo que tenía espacio suficiente puse el guiño y me tiré a un lado, apartándome del tránsito.

Un numero privado no me dejaba saber quién era el que llamaba, generalmente no contestaba este tipo de llamadas, pero bueno, ya me había detenido y me había sacado de mi rutina, así que como buen curioso contesté la llamada.

Era del hospital San Antonio, un sitio conocido en la ciudad puesto que oficia como centro de urgencias, donde terminan todos los problemas callejeros, accidentes de tránsito, riñas domésticas y heridos de armas de fuego y donde siempre puede encontrarse las cámaras indiscretas de los medios periodísticos levantando las noticias del día, como aves carroñeras.

Me preguntaron si hablaban con el esposo de Marisa Ballesteros, ella estaba bien, que no me alarmara, pero necesitaba pasar a buscarla y completar unos papeleos de rutina.

Los veinte minutos que me separaron del lugar no pude dejar de imaginar qué diablos había sucedido, puesto que en forma telefónica no me quisieron brindar más información.

Llegué, dejé el coche en el estacionamiento y fui por novedades, pasé por recepción, luego de unos minutos me indicaron donde encontrar a mi esposa.

Pero el encuentro no fue lo que había pensado, descubrí que yo no era parte de la solución, sino parte del problema.

Cuando Marisa me vio llegar, fue como que un resorte la expulsara de su asiento, y vino hacia mí enfurecida, empezó a insultarme, a maldecirme, y un par de enfermeros la retuvieron a la fuerza y contra su voluntad le inyectaron un tranquilizante que pareció sedarla un poco.

No entendía que pasaba, mi esposa me había escupido en el rostro y mientras me limpiaba trataba de armar el rompecabezas de una historia de la que me faltaban demasiadas piezas.
Empecé a reparar en detalles que no había podido observar, su ojo derecho estaba hinchado, y se lo tapaba con una bolsa con hielo, también su labio parecía roto y marcado, y sus brazos dejaban notar caminos sanguinolentos de sendos rasguños, aun no entendía, y en esos minutos un par de oficiales de policía se me acercaron, me preguntaron si yo era el esposo, si tenía identificación y si por casualidad conocía a Delia Saavedra, la mujer con la cual se habían agarrado a golpes de puños, quien estaba en otra sala, se había abierto un sumario al respecto y había que llenar unos cuantos papeleos antes de poder dejarlas en libertad. Fue cuando me di cuenta de lo que había sucedido.

Yo estaba pisando los cuarenta, Marisa tenía algunos años menos y hacía mucho tiempo que éramos pareja, teníamos dos hijas, mellizas, quienes ya pisaban sus primeros días de adolescencia.
Me ganaba la vida en la calle, como repartidor de productos lácteos, tenía un recorrido muy extenso, y me gustaba lo que hacía, trabajar en libertad, levantando pedidos, visitando clientes, haciendo cobranzas, viviendo la vida. Ganaba buen dinero, nos dábamos los gustos básicos, vacaciones cada tanto, colegio privado para las chicas y hasta poder renovar el vehículo de reparto año por medio.
Con mis ingresos hubiera sido suficiente para mantener a la familia, pero Marisa también hacía lo suyo, ella trabajaba en un laboratorio de análisis de sangre, ella estaba en la parte administrativa, lejos del mundo de las jeringas.

Y nuestra familia parecía ser una familia modelo, ejemplo, feliz. Y no tenía de que quejarme, solo tenía ojos para mi esposa, ella era muy bonita, demasiado para un tipo como yo, con una femineidad envidiable, con unas curvas marcadas y muy buena en la cama, compañera de vida, el amor que pocos encuentran.

Pero Marisa era la perfección femenina que una mujer idealiza, pero ciertamente, no era la perfección femenina que un hombre idealiza, y esa perfección femenina que un hombre tiene en su inconsciente, tenía nombre y apellido, Delia Saavedra

Como suele suceder, de la misma manera que yo tenía mi círculo de amigos, mi esposa, tenía su círculo de amigas, yo no metía las narices en sus cosas, ni ella en las mías. Así que de la misma manera que yo me iba con los muchachos a jugar al fútbol, o a una cena, o una salida al bar, ella, cada tanto tenía sus tardes de té, sus noches de chicas, o sus salidas a paseos de compras, y todo se daba con normalidad en nuestra relación, porque no había secretos, no había trampas.

A veces le solía contar cosas que me parecían importantes, o risueñas, pero Marisa solo escuchaba y compartía esos momentos, y ella lo mismo, luego de sus juntadas, solía comentarme algunas que otras situaciones a las cuales yo le prestaba la oreja, pero solo eso, no solíamos interferir en nuestros temas particulares, a pesar de ser pareja.

Por eso, yo sabía de Delia Saavedra poco y nada, apenas lo que los labios de mi mujer me dejaba saber. Marisa me contaba y al mismo tiempo le tenía recelo, no quería que siquiera viera una foto de ella, puesto que sentía celos infundados en ese momento.

Pero sabía que Delia no contaba con la aprobación del grupo de chicas, desconfiaban de ella, y hablaban como víboras a su espalda. Marisa me hacía saber cosas que eran intrigantes, Delia tenía cuarenta años largos, tres hijos adolescentes, decía tener esposo, pero en ninguna red social aparecía que alguna fotografía de pareja, nadie sabía quién era y parecía ser un fantasma, además, se la pasaba en el gimnasio haciendo pesas y por lo que narraba mi mujer, siempre se vestía como puta, sus fotos en las redes eran de puta y era la que siempre sobresalía del resto, y esa imagen de mujer provocativa no cuadraba con la imagen de esposa y madre que se suponía que debía tener, Marisa muchas veces me preguntaba si no le daba vergüenza, puesto que tenía hijos adolescentes, y acaso su marido tampoco le decía nada? era como que buscaba en mis respuestas una historia ilógica de la que yo no era parte.

Una tarde como cualquiera Marisa y yo habíamos salido a pasear por el barrio, una salida improvisada de pareja, nos gustaba tomarnos un tiempo para nosotros y solíamos recorrer vidrieras de la zona comercial, ya habíamos pasado por uno de los bares a merendar, compartimos a medias un ‘calentito’, ella pidió un agua saborizada y yo una cerveza negra. Luego seguimos camino, y entre negocio y negocio, nos metimos en una galería para parar frente a un local de lencería femenina, nos reímos cómplices viendo algunos conjuntos sexis, pero Marisa se interesó por uno en especial para el día a día que estaba en oferta, me dijo de entrar a preguntar y yo fui tras sus pasos.

Sería mi primer encuentro con Delia, y se notó la sorpresa mutua de ambas mujeres al encontrarse, mientras yo me quedé relegado solo escuché como ‘se tiraban flores’ con esa falsedad tan típica de mujeres.

Mi esposa ignoraba que ella tuviera un negocio, y Delia le comentaba que sí, que era un sueño postergado de años y que al fin había podido llevarlo a cabo, y yo adiviné que Marisa no mentía, caso contrario no hubiera ingresado nunca a ese local.

Ellas hablaban entre ellas, de las chicas, de los hijos, de las reuniones, de la vida, mientras le mostraba una y otra cosa que a mi mujer le interesaba ver.

Yo solo me mantenía a prudente distancia, como mero espectador y pude comprender el motivo del recelo de Marisa

Delia era toda esa proyección que un hombre tiene de una mujer, y creo que ella buscaba adrede esa imagen, noté en ella una voz demasiado sensual, demasiado tranquila, demasiado pausada, muy melosa, llena de miel, y una sonrisa que dejaba ver sus dientes perlados, pero era obvio que Delia se preocupaba por cada detalle que pudiera hacer la diferencia.

Aprovechando mi situación pasiva mientras ellas hablaban, noté su perfume embriagador, noté sus uñas esculpidas, pintadas y adornadas, noté los aros llamativos en sus orejas, sus dedos plagados de anillos brillantes y su maquillaje justo.

Pero eso, era lo de menos, Delia lucía un bronceado precioso, y su físico era realmente llamativo, una remera blanca que parecía pintada en su piel, donde sobresalían sus nada despreciables tetas, incluso, marcándose el nacimiento de las mismas, conde se perdía una bendita cruz que pendía de una cadenita en su cuello, su vientre plano y desnudo dejaba ver un adorno en su ombligo, un short muy justo en tela de jean en celeste degastado iba desde la cintura hasta apenas cubrir los glúteos, que por cierto se me antojaron más que perfectos en esos ir y venir que ella hacía buscando alternativas para ofrecerle a mi mujer.

Sus brazos estaban cubiertos por hermosos y llamativos tatuajes, muy bien logrados, muy justos, y su anatomía en conjunto estaba muy bien musculada, demasiado perfecta, sin nada de grasa.

Al fin de cuentas, Marisa pagó por una de las opciones y se despidieron con besos, sonrisas y bendiciones.

Salimos del negocio, y apenas hicimos unos pasos mi esposa, ya con gesto molesto disparó

Te diste cuenta quién era? no?

Si… – respondí sin rodeos, no era estúpido

Viste que siempre te dije? es una puta… – volvió a punzar

No le seguí el juego de palabras, pero era cierto, una mujer de cuarenta años no anda por la calle a las cinco de la tarde vestida como si fuera a mostrarse a un cabaret. Y también era cierto que amaba con locura a mi esposa, pero ella jamás tendría la impronta que tenía Delia, esa que enloquece a un hombre con solo mirarla.

Y la vida había puesto a esa perra en mi camino, y no supe, o no quise evitarlo

Poco después volví a ese local en la galería, esta vez solo, con la excusa de comprarle algo ‘erótico’ a mi mujer y que ella me aconsejara.

Delia cogió el guante, y mientras me mostraba algunos conjuntos de bodis con ligas, ella me hablaba sobre lo amiga que era de mi mujer, de lo buena que era, y de lo atractiva que siempre se veía.
Pero también me hablaba de los productos que me ofrecía, como le quedaban puestos a ella, como le gustaban a su supuesto esposo, como calzaban en sus nalgas y como se veía ella de seductora, eran palabras que podría haber confiado a otra mujer, nunca a un hombre, y menos si ese hombre, era el marido de su supuesta amiga.

Quedaron claras un par de cosas, que volvería por ella, porque esa mujer era promesa de pecado, y que ella no me dejaría escapar, ni por mi aspecto físico, ni por mi dinero, ni por nada en especial, tan solo por el hecho de que yo fuera el hombre de alguien con quien deseaba competir.

No pasaría mucho tiempo para quedar encerrados en el cuarto de un hotel, donde ella mostraría todas sus cartas.

Esa noche, me sería imposible no comparar entre esposa y amante, Marisa me daba buen sexo, cierto, pero nunca pasaba de una media matrimonial, pero Delia me comería como una fiera recién escapada de una jaula.

Pretendí tomar la iniciativa, pero ella me arrastró contra una de las paredes, me besó con locura, y de inmediato, aun con nuestras ropas puestas refregó su concha contra mi verga, me metió su lengua en la profundidad de mi garganta y me dijo que quería que la cogiera, que iba a ser mi puta y que necesitaba mucha verga, y en verdad me excitaba cuando una mujer usaba un lenguaje burdo en medio de una relación sexual.

Entonces me separó tomando distancia, y asegurándose de tener toda mi atención visual, comenzó a menearse lentamente como si existiera una tema erótico de por medio, y una a una dejó caer sus prendas, en una forma muy sensual, y vaya casualidad, tenía exactamente el mismo conjunto sexi que días atrás le había comprado a Marisa, solo que en color blanco, haciendo preciosos contrastes con el profundo bronceado de su piel, y no puede resistir la obvia comparación, a mi esposa le quedaba lindo, pero a Delia, diablos! parecía haber sido diseñado para su esculpido cuerpo.

Intenté avanzarla, pero ella dominaba el juego, puso distancia y me dijo que le chupara las tetas.

Fui sobre ella, la envolví en mis brazos y solo llené los minutos lamiéndole los pezones, que estaban duros como piedras, sus pechos de más que generoso tamaño, satisfacían mi apetito masculino, ella se recostó y naturalmente se dio mi camino hacia abajo pasando por su vientre, para hundirme entre sus piernas.

Me deleité con el perfume de su intimidad femenina y bebí de su fuente de placer, sus jugos habían empapado toda su rasurada vulva, y colé mi lengua por cada recoveco al que tuve acceso, ella gemía y se retorcía, mis mirada inquieta observaba todo el entorno, sus ojos entrecerrados, sus labios marcados por sus dientes, el bronceado de su piel, la perfección de sus músculos abdominales, sus pechos blancos y su pezones puntiagudos, su sexo lampiño, su ano dilatado, las uñas de sus pies pintadas en color negro y una pulserita plateada danzando en su pierna izquierda a la altura de su tobillo.

Delia sabía a locura, y con la misma fuerza que me había llevado a darle un buen sexo oral, ahora iba por su turno.

Me la empezó a chupara muy rico, demasiado rico, profundo, pasando por mis bolas, me decía que tenía una verga muy hermosa y que la deseaba, que quería que la cogiera y la llenara de leche y note que ella jugaba muy bien un juego que mi esposa nunca había jugado, ella era dominante en ese juego, usaba palabras locuaces que me encendían, me provocaba, me desafiaba y todo se hacía muy frenético, muy loco, muy caliente.

Vino sobre mi, a cabalgarme y se sentó sobre mi verga, frente a frente, se la comió toda y sus ricos pechos quedaron a centímetros de mis labios, se movía con cadencia, se acariciaba con su mano derecha su clítoris que estaba prisionero entre su pubis y el mío, Delia expulsaba a los cuatro vientos sus continuos orgasmos y no tenía inconvenientes por los que escucharan los casuales vecinos de turno de las habitaciones contiguas.

Ella era un tornado, gritaba, gemía, me decía cosas calientes, que le encantaba mi verga, como la cogía, metía sus dedos en mi boca, me besaba, hacía que le comiera los pezones.

relato erótico entre serpientesGiró sobre sí misma, solo para seguir cabalgándome, pero ahora dándome su espalda, la cual se mostraba llamativamente marcada por innumerables músculos trabajados en gimnasio, su culo redondo y macizo estaba directo a mi alcance y ella no dejaba de moverse. Entendí su cambio de posición cuando empezó a meterse un par de dedos lubricados con saliva por detrás, simulando una doble penetración, y sentí sus palabras alentándome para que se la metiera por el culo.

Solo cambió de hueco y con la misma facilidad que había entrado en su conchita, ahora estaba en su ano, apretadito, rico.

Me decía que le encantaba que le rompieran el culo, no dejaba de hablar, no dejaba de provocarme.

La puse en cuatro, como una gata, con su enorme trasero apuntando a mi lado y su escueta y llamativa cintura provocando mi visual, se la puse toda, y ella reculaba por mas, con mas violencia, con mas vehemencia, apoyó su pecho en las sábanas arqueando mas su figura, me decía que le rompiera el culo, que la cogiera, que la enloquecía, que quería todo, se la puse en la concha y mientras la cogía observaba su ano dilatado, volví a su culo y le pregunté donde quería mi leche, estaba en el clímax.

Por propia perversión Delia me dejó hacer algo que mi esposa jamás me dejaría, acabarle en el rostro, ella misma acomodó mi verga a centímetros de su cara y me terminó de masturbar en un orgasmo que venía reteniendo desde hacía tiempo, y solo se relamió de placer con mi semen bañando su frente, sus cabellos, sus labios, su nariz, bebiendo un poco jugando con toda la situación.

Lo habíamos hecho, pero Delia era una mujer perversa y su placer era jugar a hacer cornudas a sus amigas, a hacer caer a los maridos y para ella era como conquistar trofeos de guerra.

Pero ahí no terminaba su mal, no, ella solo dejaba correr el chimento como reguero de pólvora, ella tiraba algunas palabras como para que una infidelidad y una situación de cuernos, sea tema para hablar por lo bajo en el grupo de chicas, y por eso, ella tenía mala fama y no era bien vista, por eso Marisa odiaba hablar de ella y hacerme parte de su vida.

Pero Marisa, mi Marisa, ella no era mujer de quedarse quieta, o callada, como la mayoría, mi mujer es una mujer de fuerte carácter y cuando los rumores empezaron a correr ella no se quedó de brazos cruzados, por el contrario, fue directamente a enfrentarla cara a cara, y Delia no se quedaría atrás, y doblaría la apuesta, diciéndole que si, que habíamos cogido y que al fin yo había aprendido lo que era una verdadera mujer, y había conocido la diferencia entre una ninfómana y una frígida.

El resto de la historia ya lo conocen, es por donde empecé a narrar.

Pagué demasiado caro mi precio, jamás volvería a cogerme a Delia, y en una situación hiriente para mi masculinidad, cuando para mi ella había sido perfecta, por lo bajo y por rumores, supe que ella apenas me había puesto cinco de diez a mi desempeño de esa noche, catalogándome como un amante mediocre.

Fui varias veces a su negocio a aclarar las cosas, a que me explicara por qué había hecho lo que había hecho, o tal vez, con una falsa ilusión de poder terminar enredados nuevamente entre las sábanas, pero ella ya estaba en otra cosa, y mi presencia le era molesta.

Me esquivó una y otra vez, que ya era pasado, que su marido y cuando me puse molesto, la amenaza de denunciarme por violento me hizo meditar mis pasos, tenía demasiados problemas como para seguir sumando.

Con Delia tampoco me iría bien, traté de recomponer la relación con pedidos de perdones de todos los colores, pero Delia no era mujer de perdonar, de olvidar, y la copa de cristal ya estaba rota y era imposible remendarla.
El camino del divorcio fue la única salida posible y aprendí en poco tiempo a vivir mi soledad y purgar mis culpas.

Cuando repaso la historia, tengo demasiadas preguntas, si no hubiera ido ese día a pasear, si no hubiera entrado a ese negocio, si no la hubiera conocido, y si no hubiera vuelto con una tonta excusa, no se, no puedo volver el tiempo atrás para reescribir la historia, pero seguramente de poder hacerlo, lo haría de la misma manera, aunque supiera que me estaría metiendo en un nido de serpientes

Si te gustó la historia puedes escribirme con título SERPIENTES a dulces.placeres@live.com


Imagen únicamente de carácter ilustrativo para este relato erótico…

 

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